MI HIJO USA TACOS BOMBACHA Y CORPIÑO
Fue fundada hacia 1890 por Vicente L. Casares. Llegó a ser una de las empresas lácteas más grandes del mundo, y reunió a dos grandes de la literatura en un irónico opúsculo sobre la leche cuajada.
Vicente Lorenzo Casares nació en Buenos Aires en el seno de una familia radicada en 1806, dedicada a actividades comerciales y navieras. En 1866, a sus 18 años, en terrenos que pertenecieron a sus abuelos, fundó la Estancia San Martín, en Cañuelas. En 1871 realizó la primera exportación de trigo a Europa, cosechado de campos cercados a la actual estación Vicente Casares, del Ferrocarril del Sud. Para desarrollar la primera industria lechera local, emprendió negocios que no prosperaron. Decidió entonces visitar Estados Unidos y Europa, donde adquirió experiencia y conocimientos.
Así, en 1889, fundó La Martona, con una audaz propuesta: organizar una empresa integrada, que atendiera las diversas etapas que involucran a la leche: la agropecuaria, la industrial y la comercial. Casares fue el prototipo del hombre de su época. No sólo fue protagonista en el quehacer productivo, sino también en política, donde desempeñó altos cargos en diversas instituciones. En la dilatada historia de La Martona, hay dos etapas muy definidas. La pionera, plena de audacia, creatividad y trabajo, y la otra, de consolidación y crecimiento, ya de la mano de su hijo, Vicente Rufino, que tomó las riendas al morir su padre, en 1910.
Vicente Rufino le imprimió grandes cambios, que modernizaron y agilizaron la estructura de la empresa. Unida desde 1885 por el Ferrocarril del Sud a la ciudad de Buenos Aires, la leche llegaba fresca en sólo dos horas, lo que aseguraba óptimas condiciones de salubridad. Mediante un exclusivo sistema de comercialización, creó lecherías o “bares lácteos” en locales con estética art nouveau, con cuidados mostradores de mármol, paredes revestidas en blancos azulejos y personal que atendía estrictas normas de higiene. Allí se despachaban todos los productos de la marca, y se impuso la costumbre de tomar leche fría como bebida refrescante. Tuvo numerosos puntos de venta, unidos a una eficiente red de distribución, y la moderna publicidad con un logo inconfundible, que recordaba la antigua marca de ganado el gato con la leyenda “San Martín en Cañuelas”.
Un pleito por una letra
En 1905, Caras y Caretas comentó el éxito que tuvo La Martona contra un competidor que quería copiarlo y utilizaba, aparentemente, la misma estética, con el mero cambio de una vocal (La Martina). La nota argüía que “cualquiera distingue la i de la o”, pero parece hacerlo adrede para asegurar que: “Nadie va a confundir un despacho de La Martona, tan conocidos de todo el mundo por su aspecto atrayente y su limpieza exagerada, ni sus carritos modelo que tan familiares son a la vista de todo el público con otros de otra empresa por más letreros parecidos que les pongan, porque nada se hace con imitar rótulos, cuando no se imita lo inimitable que son estos locales ejemplares y sus productos superiores.”
Según una publicación del Ministerio de Fomento de 1913, La Martona se adelantó a todas las capitales europeas en cuanto al “tratamiento higiénico” de la leche, excepto a Conpenhague.
Por su parte, un informe de Manuel Bernárdez, periodista de El Diario, decía que, al comenzar el siglo XX, se consumían diariamente en la ciudad de Buenos Aires unos 200.000 litros de leche, pero “la venta de leche higiénica que se puede beber sin peligro no excede de 40.000 litros”. Aseguraba que solo tres empresas –La Martona, La Marina y Granja Blanca– vendían leche higiénica. Y que el resto de las leches que se comercializaban diariamente en Buenos Aires (y representaban cuatro quintos del consumo), eran “sencillamente inaceptables para la alimentación, como lo ha demostrado en un estudio decisivo lleno de autoridad y elocuencia profesional la comisión de médicos nombrada por la intendencia municipal e integrada por los doctores Piñero, Podestá, Aráoz Alfaro y Even”.
Todo queda en familia
El nombre de La Martona llegó en honor de Marta Casares Lynch, nacida un año antes, en 1888. Ella fue la madre de Adolfo Bioy Casares, y por eso su tío le encargó al joven escritor, en 1935, que escribiera un opúsculo a favor de su predecesor del yogur, la exitosa “leche cuajada”. Para hacerlo, Bioy convocó a su amigo Jorge Luis Borges y, créase o no, La leche cuajada de La Martona es la primera colaboración conjunta de los grandes de las letras. Según afirman Marcela Croce y Gastón Gallo en Enciclopedia Borges “ya puede apreciarse cierta línea humorística que tendrá ulterior desarrollo en los textos de Bustos Domecq” (N de la R: el seudónimo que compartieron). En efecto, el texto en su versión completa tiene sutilezas donde se los reconoce cabalmente. Como cuando dice, al hablar de los beneficios de la cuajada: “Otro longevo memorable, George Bernard Shaw, piensa que el promedio vital debe ascender a 300 años y que si la humanidad no alcanza esa cifra, «nunca llegaremos a adultos y moriremos puerilmente a los 80 años, con un palo de golf en la mano».
El mismo Bioy comenta el episodio del opúsculo publicitario en sus Memorias (Barcelona, Tusquets, 1994, p.76): “Un tío mío, Miguel Casares, vicepresidente de La Martona, me encargó que escribiera un folleto sobre las virtudes terapéuticas y saludables del yogur. Enseguida le pregunté a Borges si quería colaborar, y me contestó que sí. Pagaban mejor ese trabajo que cualquier colaboración que hacíamos en los diarios. Nos fuimos los dos a Pardo, Cuartel VII del Partido de Las Flores, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno. Hacía mucho frío. Trabajamos ocho días. La casa –que era de mis antepasados tenía sólo dos o tres cuartos habitables. Pero para mí era como volver al ‘paraíso perdido’ de mi niñez, en medio de los grandes jarrones con plantas, y el piano. Me acuerdo que tomábamos todo el tiempo cocoa bien cargada –que hacíamos con agua, no con leche– y que bebíamos muy caliente. De tan cargada que la hacíamos, la cuchara se nos quedaba parada. Entre la bibliografía que consultamos, había un libro que hablaba de una población búlgara donde la gente vivía hasta los 160 años. Entonces se nos ocurrió inventar el nombre de una familia –la familia Petkof– donde sus miembros vivían muchos años. Creíamos que así –con nombre– todo sería más creíble. Fue nuestra perdición. Nadie nos creyó una sola línea. El invento nos desacreditó mucho. Ahí comprendimos con Borges que en la Argentina está afianzada para siempre la superstición de la bibliografía. Quisimos entonces inventar otra cosa para nosotros. Un cuento, por ejemplo, donde el tema era un nazi que tenía un jardín de infantes para niños, con el único fin de ir eliminándolos de a poco. (…) Fue el primer cuento de H. Bustos Domecq. Después vinieron, sí, los otros.”
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