PALABRAS DE AMOR
Otra vez el jueves, segunda vez a la muñoz...
y yo no digo nada en la Van Renault
que traquetea.., ¿te han picado los mosquitos?
Marcela.."No porque yo enseguida me pongo ese..."
y yo miro unos segundos sus ojos y su cara
tratando de pensar en Sharon Stone,
o en AUER, O EN LA VENTANA INDISCRETA ACTRIZ
o en Xuxa...,
y mi memoria tan poca eidetica, tan poco parecida
a la de John von Neuman.., a las 8.30 para ir
al viejo hospital de Peron
algo reconstruido...y en el pasillo,
tras los 20 minutos con la ..... tras las palabras
curativas de la.....las palabras dulces en el pasillo
de una gordita...quiere que lo acompañe?
--No, no voy bien...,
Mañana luminosa sol quemante...,
todavia no llego la camioneta vieja
una rubia bella y flaquita me deja en la sombra...
y uno se enamora enseguida...en vano....
llega y la dificil trepada....a la camioneta vieja
y al llegar a casa yo digo las palabras llenas de amor
"..y pensar que ella es tan amable,
tan inteligente y tan linda..",
y ella dice ..."¡Aaah....!"
y moni dice..."claro porque yo soy tan...."
y no termina la frase...
cuando yo calculo bajar primero
el izquierdo, que tiene fuerza,,
pero Mo y ella, Marcela, el izquierdo, mo con mal modo
y ella con señas de que o no entiendo o soy algo idiota.
Karl Semberg
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La boda de Rita Hayworth
y
Orson Welles:
"La única felicidad
que he tenido
en la vida te la
debo a ti"
Fue la boda de dos estrellas de cine que tuvieron que unirse a escondidas para evitar la ira de la industria en la que trabajaban. Rita Hayworth y Orson Welles se casaron el 7 de septiembre de 1943 por sorpresa y de un modo casi clandestino; contar su relación, su amor y sus rupturas supone hablar de una historia de abusos, poder, proyectos inacabados, enfermedad y oropel en la que no faltan príncipes orientales ni triángulos amorosos a través de Hollywood, México y media Europa.
Orson Welles estaba rodando en Brasil cuando vio una fotografía de Rita Hayworth y decidió que iba a casarse con ella. En esta frase se resumen parte de las vidas y carreras de ambos, porque los proyectos fallidos, la publicidad y la percepción de la imagen de cada uno serían parte inseparable de sus destinos. Hay que decir que no se trataba de una foto cualquiera. Publicada en el número del 11 de agosto de 1941 en la revista Life, esa imagen de Rita de rodillas sobre una cama, vestida con un camisón de raso y encaje negro, los pechos en alto, la cabeza girada sobre el hombro izquierdo, la sonrisa prometedora, había acompañado a miles de soldados americanos durante la segunda guerra mundial recordándoles que había motivos por los que desear estar vivos en medio del horror del conflicto. “Vi en la revista Life aquella foto fabulosa en que está arrodillada en un cama. Entonces me dije: ya sé lo que voy a hacer cuando vuelva de Sudamérica”, le contó él a su biógrafa Barbaba Leaming, autora también de una imprescindible biografía de Rita Hayworth.
A Rita no le hizo ninguna gracia que Orson fuese por Hollywood anunciando que pensaba casarse con ella. Creía que se estaba burlando; al fin y al cabo, Orson era uno de los hombres con más talento del momento, una voluntad hiperactiva que había hecho historia en la radio con su retransmisión de La guerra de los mundos, conocedor de Shakespeare, gran actor y director considerado un genio por sus obras Ciudadano Kane y El cuarto mandamiento. En las siguientes décadas, Ciudadano Kane iría escalando puestos en la crítica hasta ser considerada la mejor película de la historia del cine. Su director era considerado entonces una mezcla de genio sin ambages y de enfant terrible. Además, no le faltaban las admiradoras. Con su voz grave y profunda, su carisma, su inteligencia y su atractivo físico (aún faltaban años para que su tendencia a engordar fuese preocupante), podía dárselas de casanova, si lo deseaba. Según un testimonio recogido por Barbara, “las mujeres se comportaban con Orson como perras en celo. Lo único que tenía que hacer era pasearse por la calle… ¡y las mujeres le llovían de todas direcciones!”. Por aquel entonces se encontraba en las postrimerías de su relación con la actriz Dolores del Río. El inicio de su flirt había sido similar al que tuvo por Rita: de forma vicaria, y a través de la imagen. En el caso de Dolores, Orson se enamoró de ella a los 11 años, cuando la vio aparecer en una película muda que transcurría en los mares del Sur. “Iba más ligera de ropa que ninguna otra actriz que haya visto en el cine desde entonces, ¡y era guapa con locura! Aquello cambió mi vida, así que me limité a esperar hasta encontrarla. Estuve obsesionado por ella durante años”. Muestra de la resolución y talento del joven es que llegó a Hollywood, se hizo un nombre y consiguió no solo cumplir sus ambiciones cinematográficas, sino llevarse al huerto a su flechazo de la infancia. “Qué ropa interior llevaba, ¡increíble! Toda hecha a mano, muy difícil de encontrar, y tan erótica que no hay palabras para describirla”.
Dolores del Río y Welles siguieron siendo buenos amigos cuando él rompió de forma definitiva su relación para iniciar otra con Rita Hayworth. No le había costado llegar a ella tantos años como poder acercarse a Dolores, pero también tuvo su dificultad. Al regresar de Río, tras la desastrosa experiencia de rodar It’s all true, un documental inacabado, se encontró con una de las escasas épocas de su vida en las que dispondría de tiempo libre. Y se centró en un objetivo provechoso: conquistar a Rita.
“Cinco semanas me costó que Rita atendiese mis llamadas telefónicas, pero una vez que lo hizo, salimos aquella misma noche”, contaría él a Barbara Leaming. Aquella cita fue un éxito y una sorpresa para ambos. Rita era sin duda tan bella y espectacular como aparecía en las fotos, pero no tenía nada que ver con la imagen de estrella de cine glamourosa que se trasmitía de ella. “La habían obligado a ocupar una posición que no le gustaba nada. Así que no quería ser estrella. Ser una estrella célebre no le deparaba ni un solo momento de placer. No le gustaba ser Rita Hayworth. No creía en ello. Lo enfocaba con pesimismo triste, gitano. Era un trabajo más y punto. Y ella era solo una empleada que iba al trabajo, como venía haciendo desde los 12 años. Yo le decía, “eres una estrella, aprovéchate de ello y diviértete”. Pero ella respondía: “No tiene sentido, al menor fracaso de echan otra vez a la calle”. No era una pose, pensaba así de verdad. Quería huir de Rita Hayworth, pero aún no podía hacerlo, tenía que ganarse el sustento”.
Sin duda, Rita sabía lo que era ganarse el sustento y trabajar desde niña en las condiciones más penosas. Explicar su pasado es sumergirse en la tragedia de Margarita Cansino, su verdadero nombre, una de las historias más tristes en un Hollywood en el que si algo abundan son los dramas reales. Su vena artística le venía de familia; su padre, Eduardo Cansino, nacido en el pueblo sevillano de Castilleja de la Cuesta, era un emigrante con ancestros gitanos hecho a sí mismo que había iniciado su carrera bailando con su hermana en Nueva York primero y luego, ya casado con Volga Hayworth, en California. Cuando su hermana se retiró de los escenarios, Eduardo reflotó su show llamado The dancing Cansinos con su hija mayor como bailarina, que entonces tenía 12 años. Eduardo, años después, declararía en una entrevista: “Abrí los ojos de repente. ¡Qué tipo tiene! Ha dejado de ser una niña, no sé a qué esperamos ya”. Juntos, bailaban una mezcla de “danza española” que, en palabras de Terenci Moix, “no se sabía si su hibridez era de flamencos o de joteros aragoneses”. Como todo esto ocurría durante la época de la prohibición, los Cansino se desplazaban para actuar a los casinos flotantes en los que, a la distancia legal de la costa, se podía beber y jugar. Después se instalaron en un pueblo llamado Chula Vista, a solo veinte minutos en coche de Tijuana, capital del desenfreno y la depravación típica de la frontera a la que acudían para trabajar cada noche. Sobre el escenario, Margarita y su padre Eduardo se presentaban y actuaban como marido y mujer, pero la realidad era todavía más terrible y sórdida. Él la tenía completamente dominada; no iba al colegio, como sí hacían sus hermanos Vernon y Sonny. Crecía aislada y sin educación, no le dejaban tener contacto con otros niños ni apenas hablaba con otras personas que no fuesen Eduardo y los otros miembros de la familia. Él la pegaba con regularidad, con cuidado de no dejarle moratones ni señales que no tapase la ropa, porque Eduardo caía bien y sabía disimular su alcoholismo y violencia gracias a su don de gentes; nadie habría sospechado el infierno por el que pasaba Margarita. La excusa para tanto control era protegerla de los indeseables que frecuentaban los garitos en los que actuaban. “Es lamentable decir que la persona de quién más había que proteger a Margarita en Tijuana era su propio padre”, escribe Barbara Leaming. “Años después, la actriz revelaría a su segundo marido, Orson Welles, que en aquella época su padre había tenido relaciones sexuales con ella, de modo reiterado”. El incesto y el abuso marcarían de forma indeleble la existencia de la niña. Para siempre.
Una de aquellas noches en Tijuana uno de los productores de cine de la época fichó a los Cansino para trabajar en el cine como bailarines, al principio en papeles sin texto. Margarita empezó a trabajar para la Fox en febrero del 35, con resultados desiguales. Tenía 16 años y era tan tímida y callada que a veces se echaba a llorar cuando tenía que pronunciar una frase. “Hace mucho que no veo a nadie tan aturdido. No entendía nada de cuanto sucedía a su alrededor”; declaraba un periodista en ese mismo año, y añadía sobre Eduardo: “Vigila atentamente cada paso que da Rita, dirigiéndola igual que cuando era niña”. El propósito de Eduardo era convertir a Margarita en una actriz a lo grande, pero en Hollywood se encontraba sin recursos, contactos ni ideas. Cuando la Fox la despidió y pasó a estar contratada por la Columbia –pero sin apenas trabajo–, la incertidumbre le hizo ceder parte del poder que tenía sobre su hija a Edward C. Judson, que se hacía pasar por hombre bien relacionado en la industria aunque en realidad era un vendedor de coches advenedizo que suplía su falta de relaciones con mucha palabrería. Dejó que Judson saliese a solas con Margarita, y pasó lo que tenía que pasar: la joven creyó ver en él un salvador, una figura paterna –le llevaba 20 años– que podría sacarla de su desdichada vida. Edward y Margarita se fugaron en 1937 para casarse a escondidas de la familia, que montó el grito en el cielo pero no les quedó más remedio que aceptar que su niña había huido de ellos al lado de una persona poco recomendable. “Eduardo solo podía echarse la culpa a sí mismo. Por lo común, las mujeres inmoladas sexualmente durante la infancia no desarrollan los mecanismos de autodefensa que son normales en los adultos, y suelen sentir la necesidad de entregarse a poderosas figuras paternas que las orienten”, escribe Leaming, que en su biografía de la estrella le dedica todo un psicoanálisis.
“Yo me casé por amor, pero para él fue una inversión. Desde el principio se puso al frente de todo y durante cinco años me trató como si no tuviese alma ni cerebro”, contaría Rita años después sobre su primer marido. Judson sería un farsante, pero sabía qué necesitaba para que la carrera de su joven y desgraciada esposa progresase: publicidad. Contrató, siempre con el sueldo de la Columbia de su esposa, al publicista Henry Rogers, que se encargaría de transformar a Margarita Cansino no solo en Rita Hayworth cambiándole el nombre, sino creando un complejo plan para llamar la atención de medios y productora. “Para mí era como un conspirador resulto a convertir a su mujer en estrella”, recordaba Henry Rogers sobre Edward Judson. “Era el Svengali que movía los hilos. El que le decía lo que tenía que hacer. Era muy atento y solícito, pero nunca cariñoso. “Arréglate el mechón” y “Este lazo no te sienta bien”. Jamás le vi abrazarla para darle un beso. Solo tenía intereses profesionales”. Una de las estratagemas para lanzar a Rita que Rogers se inventó fue que la asociación norteamericana de diseñadores de moda femenina la había nombrado actriz que mejor se vestía en la vida normal (Carole Lombard era la mejor vestida en pantalla). Por supuesto, todo era mentira; el nombre de la asociación, el premio y el detalle de Carole Lombard, que habían añadido para dar verosimilitud a la historia, pero funcionó. Cuando consiguieron que la revista Look les dedicase un completo reportaje, tuvieron que recorrer Los Ángeles para pedir trajes prestados que pudieran dar forma al en teoría elegante y profuso armario.
No todas las argucias eran tan inofensivas como esa. Edward y Rogers no estaban satisfechos con el aspecto físico de Rita; juzgaban que además de adelgazar, como le habían ordenado en la Columbia, tenían que hacer algo con su pelo, que nacía demasiado cerca de las cejas, dejando una frente estrecha y poco sofisticada. Recurrieron a Helen Hunt, peluquera del estudio, que mediante retoque de fotos y pruebas de peinado sugirió que despejasen las sienes, atrasasen el nacimiento del pelo y acentuasen el pico de la frente. Todo esto se produjo mediante un doloroso y largo tratamiento electrolítico, además de teñir su cabello oscuro para conseguir una llamativa melena pelirroja. Rita estaba siendo transformada, construida poco a poco de un modo del todo artificial a la vista del mundo, y funcionó. Cuando Helen Hunt le enseñó las fotos de Rita con su nueva imagen a Harry Cohn, el jefe de la Columbia, él se quedó muy impresionado y le dio un papel por fin en una película de más enjundia, Solo los ángeles tienen alas. Sería el principio de una nueva y exitosa etapa en su carrera, pero no de descanso para la joven. Después de las largas sesiones de rodaje que empezaban a las cinco de la mañana, le aguardaban más clases de baile, de dicción y después su marido la obligaba a salir de noche, a sentarse en primera línea entre el público en los espectáculos y restaurantes para que la vieran, para que estuviese siempre presente en las fotos de los reporteros y su nombre le sonase al público y a la industria. No se quedaban ahí los planes de Edward: también la animaba a acostarse con productores o todo aquel que pensase que podía ayudarla en su carrera. “Yo creo que la habría vendido al mejor postor si ello la hubiera beneficiado profesionalmente”, recordaba el publicista Henry Rogers. “Es la historia más triste del mundo”, decía Orson Welles. “Primero lo del padre. Y luego siguió soportando aquello de una manera u otra. Su primer marido era un macarra. Literalmente un macarra. Ya puedes figurarte lo que era ella. Vivía rodeada de sufrimiento por todas partes”.
De todas las figuras poderosas con las que Rita podría haberse acostado para medrar, la más importante, por supuesto, era Harry Cohn, magnate de la Columbia. Según Orson, “Quiso llevársela a la cama desde el momento en que la contrató y no paraba de perseguirla por el despacho. Sentía un tremendo sentido de la propiedad con Rita”. El capitoste era “célebre por introducir el abrecartas en la boca de las aspirantes a actrices para separarles las mandíbulas e inspeccionarles la dentadura; y no tardaba en servirse del mismo utensilio, húmedo ya de saliva, para levantarles la falda e inspeccionarles los muslos”, describe Leaming. Cuando Cohn invitó a la actriz a pasar un fin de semana en su barco, Rita tomó una decisión: no se acostaría con él pasase lo que pasase. Y así lo hizo, hasta el punto que Cohn se obsesionó con ella de un modo enfermizo y cruel. Sabía que tenía por fin una futura estrella en contrato y no iba a despedirla porque ella no cediese a sus avances, pero la controló y humilló durante todo lo que duró su carrera profesional. Le ponía espías, observaba todos sus movimientos, instalaba micrófonos en su camerino y quería estar al tanto de todo lo que ocurría en su vida. También la trataba con desprecio, la amenazaba con ponerla en suspensión a la menor queja y la insultaba y humillaba en presencia de otros. Todo esto era considerado por muchos de los que le rodeaban como el comportamiento, quizá enfermizo, pero de un hombre enamorado.
La apocada Rita comenzaba a madurar, y después de que él le fuese infiel de forma repetida y dispusiese de todas sus ganancias, decidió separarse de Edward Judson. El proceso fue terrible. Su marido amenazó con arrojarle ácido a la cara y desfigurarla, la chantajeaba con cartas que amenazaban con descubrir oscuros secretos de su pasado y amenazaba con recurrir a la prensa y destruir toda su imagen. Al final ella acabó por ceder en un acuerdo económico en el que él salía bastante bien parado, y comenzó a salir con Victor Mature, el galán del péplum fortachón y simpático que divirtió a Rita durante unos meses después de su traumático divorcio. Pero entró en juego la historia: los japoneses bombardearon Pearl Harbor, Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial y Victor Mature se enroló en la Coast Guard en el 42. Rita estaba sola por primera vez en mucho tiempo, y ahí hizo su aparición Orson.
Les llamaron “la bella y el cerebro”, lo que resultaba un tanto ofensivo para ella. Orson, en palabras de Barbara Leaming, “no solo era un brillante parlanchín, sino también un brillante oyente. Parecía realmente interesado en lo que ella tuviese que decir, cosa en la que, por lo que tocaba a los hombres, no tenía la mujer mucha experiencia. Orson no era ni vulgar ni tiránico ni explotador. No quería actuar con ella, ni comercializarla, ni convertirse en su dueño”. Él había acudido a ella por su tremendo atractivo físico, pero además de su belleza, más impresionante todavía sin maquillaje, le cautivó su timidez y su dulzura, esa mezcla que tenía ella de los dos lados de Orson, la sofistificación de Nueva York y Hollywood y “la sencillez auténtica de su pasado mediooccidental”. “Rita tenía una gran dignidad natural”, recodaría él. Shifra Haran, la secretaria de Welles, que luego lo fue de Rita, contaba sobre aquellos días: “Era muy feliz al comienzo y él se portaba con ella de un modo encantador. Nunca la hacía callar y la trataba siempre como si ella lo comprendiese todo. Nunca vi que le provocase más inseguridad que las que ya tenía. Las mujeres decían, ¿qué habrá visto en ella? Su cabeza es hermosa, pero sin seso. La menospreciaban, decían que era idiota perdida. ¡Pero es que nunca le habían dado una oportunidad! Si no pudo estudiar fue por culpa de su padre. Y era muy consciente de su falta de educación. Tenía grandes deseos de aprender, de leer, de escuchar. Desesperada, procuraba educarse, cuando creía que nadie la veía, leyendo los libros que Orson había leído hacía poco”.
Se acostaron por primera vez en la casa alquilada por él en Woodrow Wilson Drive, a donde pronto se trasladaría ella. Rita aprendió pronto lo que a él le gustaba en la cama: la lencería sofisticada que había descubierto con Dolores del Río y verla desnudarse. Shifra Haran opina sobre este aspecto de la relación: “A solas con un hombre en una habitación no era sexualmente tímida, pero sí cuando había más gente delante. En mi opinión, sólo creía sin reservas que una persona la amaba cuando la persona en cuestión se acostaba con ella”. Explotada desde la niñez, Rita había crecido creyendo que los hombres solo la apreciaban y querían de verdad cuando se acostaban con ella. Era muy insegura sobre su aspecto físico y formación intelectual, y propensa a los celos y ataques de nervios. Bajo su aspecto fastuoso estaba todavía la Margarita herida en lo más hondo que sería incapaz de integrarse con su imagen adulta. Elizabeth Rubino, secretaria de Orson, la definiría así: “Cuando estaba con el hombre de su vida, tenía que acaparar toda la atención. Era una mujer que no había madurado”.
Él la integró del todo en su vida, presentándole a sus queridos amigos Skipper y Hortense Hill (él había sido su mentor en el colegio), a los que Rita cayó de maravilla y aceptaron como una más en su familia (para ella, acostumbrada a la disfuncionalidad, los Hill fueron aliados, un ejemplo y algo a lo que aspirar). También comenzaron a preparar juntos un espectáculo de magia para los soldados con el Mercury Wonder Show, la compañía de teatro ambulante que había montado Orson años atrás. Acostumbrada a sus años de vodevil, Rita encajaba muy bien con el espíritu del show (no hubiera sido así si Welles hubiese montado otra obra de Shakespeare a las que era tan aficionado), y estaba feliz por participar en números clásicos como el de cortarla con una sierra. Pero Harry Cohn, siempre celoso de ella, le prohibió participar aduciendo una cláusula de su contrato, y al final tuvo que sustituirla Marlene Dietrich. También apoyó Rita a Orson en su incipiente plan de dejar el cine para a dedicarse a la política, en la mejor tradición de su Charles Foster Kane; de hecho a ella le habría encantado dejar de ser una estrella para cumplir el papel de mujer de político, pero al final ese proyecto, como tantos en la vida de su marido, no salió adelante. Orson la ayudó a mantener a raya a su familia, enterado del pasado de Rita. Diría sobre Eduardo: “Era un hombre terrible y ella le odiaba. No podía ni verlo”. Con todo, los problemas pronto se hicieron patentes. Rita sentía muchísimos celos y sufría cada vez que él se alejaba a dar una gira de discursos, a luchar por la reelección de Roosevelt o a cualquiera de las múltiples actividades en las que se enfrascaba. Para Shifra Haran, “su única forma de saber si otra persona la amaba consistía en meterse en la cama con ella. No concebía que nadie la amase a 3.000 kilómetros de distancia”. La relación funcionó al principio porque él estaba en uno de sus raros períodos con tiempo libre; en cuanto volvió a tener trabajo, no pudo dedicarse a ella como ella quería o necesitaba. Y el trabajo siempre fue para Orson lo primero: “Me di cuenta después, aunque no en el principio mismo, ya que yo me conducía entonces como un varón supercasto y ella no tenía motivo alguno para estar celosa. No tuve el buen ojo suficiente para percatarme de que era una neurótica. Me limitaba a pensar que era de estirpe gitana, que aquello era la furia gitana y que me correspondía a mí aplacársela”.
Una de las formas de “aplacar la furia gitana” que se le ocurrió fue pedirle matrimonio. La boda se celebró el 7 de septiembre del 43, tan en secreto como la primera boda de Rita. Ella estaba en pleno rodaje de la película Las modelos, en una pausa del rodaje anunció que iba a casarse y cuando la Columbia pudo reaccionar, ya estaban en el juzgado de Santa Mónica. Los periodistas se presentaron allí para inmortalizar el momento. Ella llevaba un traje claro de grandes hombreras y una pamela adornada con un velo de gasa. Orson vestía un traje oscuro a rayas blancas, una camisa rosa y pajarita. Estaban tan nerviosos que cuando el funcionario municipal les dio el formulario de la licencia de matrimonio en blanco para que lo rellenasen, creyeron que era la licencia y se fueron a la puerta. En otro despacho, con pocos testigos (Joseph Cotten hacía de padrino), se casaron por fin. Ella tenía 24 años y él 28. Rita empezó a llorar de emoción cuando él consiguió ponerle el anillo. Justo después él la devolvió al rodaje de Las modelos, donde los compañeros de película brindaron por los novios. Harry Cohn estaba hecho una furia, pero ya era demasiado tarde.
Se mudaron a una casa en Carmelina Drive, en Brentwood, con una pecera empotrada en la pared y una piscina con un islote con palmeras. Como a Rita le encantaba tomar el sol desnuda, Orson mandó construir una solana sin techo para que los reporteros más osados no pudiesen fotografiarla. Pronto a la idílica imagen se sumó un cocker spaniel al que llamaron Pookles (apodo de Orson) y una hija, Rebecca Welles. La niña nació por cesárea el 17 de diciembre del 44; su madre le puso ese nombre porque acababa de leer Ivanhoe y Rebecca era uno de los personajes principales. “La paternidad no era lo suyo”, zanja Shifra Haran. Welles tenía ya una hija de un matrimonio anterior, Christopher, y no puede decirse que le prestase demasiada atención, lo que hirió a Rita, que tenía muchos sentimientos ambiguos hacia la maternidad debido a su propia relación con su madre, que no la había protegido de su padre abusador en lo que era un secreto a voces en el seno de la familia. Y justo entonces murió Volga, su madre, debilitada tras muchos años de alcoholismo. Orson estaba de viaje, llamó a su esposa y entre los dos convinieron que no hacía falta que él dejase la gira de conferencias para ir al funeral, pero años después él reconocería que justo eso era lo que ella esperaba y que él no lo hiciese fue un motivo de conflicto entre ambos.
Había más problemas, por supuesto. Orson se había unido a ella en medio de una crisis profesional, pero cuando la crisis pasó, ya no la necesitaba tanto como antes –“Si no me hubiera obsesionado tanto el trabajo me habría quedado con ella”, decía–. Y no podía soportar la dependencia que ella tenía de él. “Siempre que volvía a casa por la noche me la encontraba llorando. Me decía “Sé lo que pasa en los estudios. ¡Era insoportable! ¡Sencillamente espantoso!”, contaba él. Y lo que al principio eran paranoias infundadas acabó volviéndose realidad. Además de flirteos con Gloria Vandervilt, empezó a acostarse con prostitutas en casa de Sam Spiegel, y tuvo un romance con Judy Garland. Las amigas de Rita de los estudios, peluqueras y maquilladoras, se lo contaban todo, y ella empezó a beber. En la casa se desarrollaban escenas de ella cogiendo el coche borracha en medio de la noche, lo que a Orson le recordaba lo que le había ocurrido con su padre, alcohólico, de viaje en China antes de que él muriese.
“Rita era muy desdichada y no creía que fuese a quedarse conmigo. No pensaba que ocurriera inmediatamente, pero sabía que ella rompería de un modo u otro”, le aseguró él a Barbara Leaming. Y mientras ella terminaba el rodaje de Gilda, se enteró por la prensa de que Rita pretendía dejarle. Fue una mezcla de dolor y alivio muy extraña: “Habría podido arreglar las cosas en un solo día, pero mi sensación de fracaso con ella había llegado a un punto imposible de superar. Había hecho todo lo imaginable y me parecía que lo único que podía causarle ya era más sufrimiento. Estaba convencido de que algún otro podría hacerla feliz; para mí era imposible y lo único que yo podía hacer era darle momentos de alegría durante la semana. Iba a pasarme la vida encontrándome con una mujer deshecha en llanto cada vez que volvía a casa. Me sentía muy culpable. Pero la quería mucho. ¡Fue terrible!”.
Como muestra del fracaso personal de ambos en aquella época, Rita rodó Gilda y él El extraño, dos concesiones a la industria. El Extraño fue un proyecto de encargo en el que Orson apenas puso nada de sí y que le valió reconocimiento no como artista, sino como artesano solvente capaz de no salirse del presupuesto, algo que él repudiaba, pero las productoras de la época valoraban como oro en paño. Y Gilda acabaría por cimentar el mito de Rita como “la diosa del amor”, algo que no podía chocar más con su verdadero interior de persona tímida y apocada. Le garantizó un puesto indeleble entre los mitos del cine, pero supuso otro clavo más en su vía crucis particular entre personaje y persona. “Los hombres se acuestan con Gilda pero se levantan conmigo”, diría ella, llena de dolorosa lucidez. En España, Gilda fue un éxito tan arrollador como en Estados Unidos. Si allí los soldados de regreso a casa acudían en masa a los cines a ver en movimiento a la pin up más famosa que les había acompañado en el frente, aquí el gesto insinuante de la actriz quitándose el guante al ritmo de Put the blame on Mame (doblada por Anita Ellis) parecía la promesa de algo más. El público cuchicheaba que en la película original Gilda se desnudaba del todo, pero que la censura había dejado la escena en ese despojarse de un guante, lo que bastaba para espolear la imaginación calenturienta de un público poco acostumbrado a ver esos escotes y cimbreos de caderas. La iglesia la etiquetó como “moralmente peligrosa” y hubo disturbios y protestas en algunos de los cines en los que se estrenó, como aparece en la película MadreGilda. El crítico y profesor Juan Miguel Lamet recordaría haberse pegado a puñetazos con un compañero de colegio por defender “el honor” de Gilda y de Rita Hayworth, y como él, otros tantos niños que se enamoraron de la figura, que pasó a formar parte de la memoria sentimental de una generación. Pero si hay una irrefutable señal de su popularidad es que “Gilda” acabó poniendo nombre al popular pintxo vasco de aceituna, guindilla y anchoa, por ser “verde, salada, y un poco picante”. Muestra del icono sexual que era Rita por aquella época es que su foto decoró también la bomba H detonada en el atolón de Bikini, algo que a ella le disgustó muchísimo.
Cuando todo esto sucedió, el matrimonio estaba roto, pero el cine, siempre presente, fue el responsable de que volvieran a juntarse. Los problemas de Orson con el dinero, los contratos y las películas que no salen adelante fueron proverbiales durante toda su carrera; empeñado por el montaje teatral de La vuelta al mundo en 80 días, le pidió dinero a Harry Cohn y a cambio se ofreció a dirigir una película, que en principio iba a ser de bajo presupuesto y con un rodaje sencillo. Era La dama de Shanghái. Pero Cohn puso a Rita en el proyecto por la publicidad, y favoreció de ese modo que su deseada protegida y su marido volvieran a juntarse. Ella deseaba hacer la película porque se trataba de un papel serio e importante distinto de los que solían adjudicarle y, sobre todo, deseaba volver con su marido. Cuando Orson regresó California para preparar el filme, no se quedó en casa de ella, pero en cuanto aceptó que Rita fuera la protagonista, ella llamó a su decorador, Wilbur Menefee, para decirle que necesitaban una cama más ancha porque Orson iba a quedarse con ella en su casa. Así fue. Se reconciliaron antes de iniciar el rodaje; la película, la primera y última en la que trabajarían juntos, parecía su última oportunidad de ser felices y salvar su matrimonio, y a ella se aferraron.
El primer paso fue montar otro de los numeritos publicitarios que tanto habían contribuido a la carrera de Rita. Orson llamó mandar a unos cuantos fotógrafos y, en medio de gran expectación, una peluquera procedió a cortar y teñir de rubio la legendaria melena pelirroja de la actriz, esa que había conseguido mediante tinte y depilación eléctrica. Tal vez fuera una forma de rebelarse y romper con las imposiciones del estudio –Harry Cohn y el resto de la Columbia montaron en cólera al enterarse–, pero a efectos prácticos, las fotos de Rita cortándose el pelo ante la atenta mirada de su todavía marido transmiten la idea de que ella, y por extensión su pelo, no eran más que un títere en manos de los hombres que la rodeaban, no un gesto de libertad ni emancipación. Como maniobra publicitaria, desde luego, fue un éxito, y la imagen de Rita, ahora rubia y con el pelo corto, más moderna, dio mucho que hablar y que criticar.
El guion de La dama de Shanghái era una adaptación de una novela psicológica que planteaba una enrevesada, cuando no incomprensible, historia típica de los film noir, con mujer fatal, culpables que parecen inocentes, planes que salen mal y un protagonista que no sabe en qué lío se está metiendo. Parte del rodaje tuvo lugar en Acapulco, en el famoso yate Zaca de Errol Flynn. Fue allí y con Errol donde Orson probó por primera vez la cocaína. “La experiencia sobrepasó todas sus expectativas”, cuenta Barbara Leaming en su biografía del director. “Ahora dice con humor que si hubiera tenido dos vidas, es posible que una la hubiera dedicado a consumir cocaína. Pero como no tenía más que una, se dijo que lo mejor era abstenerse, cosa que ha hecho desde entonces”. No todo fue tan placentero como la primera experiencia con la coca de Welles. Les coincidió una huelga de trabajadores de la Columbia, un episodio de “la venganza de Moctezuma” para la mitad de los trabajadores durante el rodaje en México y Rita sufrió un desmayo por agotamiento en pleno plató. Cayeron enfermos en la navidad del 46.
La película no fue comprendida por Cohn, que de forma legendaria cuando terminó de ver la primera proyección exclamó: “Le doy 1.000 dólares al que sea capaz de explicarme la película”. El resultado fue un estreno mutilado, con montadores que cortaron partes enteras a petición del productor sin el permiso de Orson, como le había ocurrido ya antes. “Era una película de Rita Hayworth y Hary Cohn tenía respecto a ella un gran sentido de la propiedad”, reflexionaba él. “Creo que en cierta medida el objeto era que la película dejase de ser mía, sin que importase el resultado. Creo que Rita hizo un papel extraordinario y ella estaba orgullosa de haberlo hecho. Pero todo el mundo la trató como si hubiese ido de turismo por los bajos fondos, ya sabe, y no la compensó como merecía”.
Pese a todo, la película sería reivindicada tiempo después por los críticos, y su barroca escena final, en el cuarto de los espejos, es una de las más famosas y admiradas de la historia del cine. En su biografía de Rita, Barbara hace una lectura psiconalítica de la obra en clave del momento personal del matrimonio: en la primera escena el personaje de Orson, Michael, salva a Rita, Elsa, de unos maleantes que quieren atracarla, aunque antes de ser censurado, el guion especificaba que querían violarla. “Con su clima irreal, esta escena primera es para Welles como la realización de una fantasía”, escribe Barbara. “Así como no podía hacerlo en la vida real (dado que había sucedido mucho antes de conocerla), en la película en cambio la salva efectivamente e impide la violación”. El personaje del marido de la película sería una mezcla del padre de Rita y de su primer marido, Judson: la chantajea con secretos de su pasado e incluso la mete en un yate y la anima a acostarse con otro hombre, tal como había hecho Judson. Michael le promete a Elsa que la llevará a un lugar donde no haya espías, “aludiendo a Harry Cohn y al control obsesivo que ejercía sobre Rita. En cierto momento, sin embargo, parece que ella se da cuenta de por qué no la puede salvar Michael (como tampoco Welles), por más que éste lo desee: “Ni siquiera sabes cuidar de ti mismo, le dice decepcionada, ¿Cómo podrías cuidar de mí?”.
“Orson la puede salvar de una violación en la primera escena, pero no de la destrucción final, acarreada por el padre, en los últimos instantes de la película. Por ello “Matarte es matarme a mí mismo”, le dice el padre-esposo cuando se disparan entre sí en el enloquecedor laberinto de reflejos (Welles pensaba acertadamente que Judson era una prolongación de Eduardo, de aquí que en la película ambas figuras aparezcan fundidas en una sola). En la secuencia de la sala de los espejos, cuando Rita se enfrenta a los múltiples fragmentos de su yo dividido, se vuelva a donde se vuelva acaba siempre viendo el reflejo del padre-esposo que le devuelve la mirada y los disparos. Es en esta serie pasmosa de imágenes elocuentes donde advertimos que Welles el artista comprendía el misterio de la personalidad de Rita con una profundidad probablemente insuperada”.
Igual que al final de la película el personaje de Michael abandonaba a Elsa y la dejaba morir sola, Rita y Orson se separaron de forma definitiva a lo largo del rodaje. Como director, se había centrado en Rita con la atención que ella necesitaba, pero en cuanto se terminó el trabajo, dejó de dedicarle tanto tiempo y los viejos problemas volvieron de nuevo. Cuando la película se terminó, en marzo del 47, ya habían roto, y esta vez era la definitiva.
Durante el proceso de divorcio, Orson, demostrando lo animal social que era, acabó haciéndose muy amigo del nuevo marido de su ex esposa Virginia, Charles Lederer, que además era sobrino de Marion Davies (amante de William Randolph Hearst, el auténtico Ciudadano Kane). Orson acabó viviendo en la misma casa de Virginia y Charles, al lado del palacio de Marion. Rita, por su parte, contrató a Shifra Haran como su secretaria, e inició un romance con Howard Hughes. Al descubrir que estaba embarazada, decidió abortar, lo que le ocasionó problemas de salud a lo largo de aquel año. También recibió buenas críticas por su película Los amores de Carmen. Pero ya entonces sufría frecuentes depresiones, estaba llena de hastío vital y le dijo a Haran: “Siempre creía que si alguna vez recibía buenas críticas, me pondría muy contenta. Pero todo esto es muy vacío. Nunca me dan lo que yo quiero. Y lo único que quiero yo es precisamente lo que quiere todo el mundo: que me amen”.
El siguiente hombre que la amó se encaprichó primero de ella sin conocerla, solo por su aspecto. Cuando vio Gilda el príncipe Alí Kan, hijo del Aga Khan III, se entusiasmó por ella y cuando coincidieron en la costa azul francesa movió cielo y tierra para conocerla. Famoso por ser un playboy internacional, Alí Kan era tan sensible e inseguro como Rita, rodeado de aduladores, gorrones y pocas personas en las que pudiese confiar de verdad. Juntos, vivieron un idilio en el Chateau de l’Horizon, la casa del príncipe en Francia, que enseguida se hizo público para deleite de la prensa y el público internacional. Hicieron juntos también una escapada a España, y en Toledo, viendo una corrida de toros, Rita casi sufre un ataque de ansiedad cuando la banda de música comenzó a tocar Put the blame on Mame y el público se puso a corear ¡Gilda, Gilda!. “Habría tenido que ser un romance veraniego que finalizase al acabar el verano”, contaba Shifra Haran, pero cuando ella volvió a Hollywood, él se presentó allí, siguiéndola. Agobiada por las presiones del estudio, que quería ponerla a trabajar en una película con un guion sin terminar y un papel que no le iba, y conmovida por las atenciones que Alí Kan le dispensaba a ella y a su hija –“el príncipe se comportó de un modo maravilloso con Rebecca, sencillamente maravilloso. La niña necesitaba a alguien”, cuenta Shifra Haran–, Rita se puso el mundo por montera y huyó de Hollywood a escondidas (una constante en su vida).
De nuevo en Europa, y rodeados de escándalo, el poderoso Aga Khan le dio un ultimátum a su hijo: o se casaba con su amante o la dejaba del todo, pero no podía seguir en esa situación de pecado. Entonces Rita contactó con Orson, que estaba en Italia, diciéndole que necesitaba verle con urgencia. “Quería que fuera a buscarla, me envió un telegrama a Roma. Fui hasta Cap d’Antibes. La habitación del hotel rebosaba de velas y cava, y Rita se había puesto un salto de cama maravilloso. Cerré la puerta y ella dijo “Aquí estoy”. No me dijo que iba a casarse con Alí Kan, pero sí dijo “Cásate conmigo”. Yo ignoraba su situación, solo sabía que tenía una aventura, una de estas que aparecen en los periódicos”. Al día siguiente él se fue. Según le dice a Barbara, todavía la ama pero se da cuenta de que la haría desgraciada otra vez. Poco después Rita y Alí se casaron en el Chateau de L’Horizont. Ella ya estaba embarazada de su hija Yasmin. Fue otro matrimonio desgraciado; ella no servía para ejercer de princesa, rodeada de cortesanos, de protocolo y haciendo de gran señora de palacio; él le ponía los cuernos con todas las mujeres que se le ponían por delante, algunas de ellas tan famosas como Yvonne de Carlo o Gene Tierney.
“Después de lo de Alí, Rita empezó a deslizarse por una pendiente muy inclinada”, diría Welles. Y tanto que lo fue. Después de un corto idilio con el conde español José María Villapadierna y otro con Kirk Douglas (“Intuía algo en su interior que yo no podía solucionar: soledad, tristeza, no sé, algo que me deprimía. Tuve que dejarla”), Rita cayó en las redes de Dick Haymes, un actor argentino en horas bajas con el que se casó en 1953. Fue el principio del fin de su carrera y de su precaria estabilidad personal; problemas con el alcohol, acusaciones de haber abandonado a sus hijas y un larguísimo proceso por la custodia de Yasmin acabaron minando su vida. Aún se casaría una quinta vez, con James Hill, en 1961. En esa época empezaron a manifestarse los síntomas del mal de alzheimer que sufría, aunque al principio los que la rodeaban pensaron que se trataba de alcoholismo. Alrededor de 1980, Orson se encontró con Rita en un hotel. Se acercó a darle un beso y conversar, pero cuando le rozó la mejilla se dio cuenta de que Rita no le reconocía. “La sangre se me heló en las venas”, contaba él sobre aquel momento.
La vida de Orson continuó siendo tan intensa y agitada como lo había sido antes de conocer a Rita, con largas estancias en España y una vida errante por Europa, siempre aceptando papeles como actor para poder dirigir películas. Su tercera y última esposa fue Paola Mori, condesa de Gerfalco, a la que conoció durante el rodaje de Mr. Arkadin. “Tenía la fortaleza de una montaña, créame. Una señora italiana muy pragmática, muy práctica, muy hermosa y muy simpática”, la describía Wolf Mankowitz. “Él la cuidaba mucho, la verdad sea dicha. Para vivir con Orson hace falta ser una persona extraordinaria”. Paola fue la madre de su tercera hija, Beatrice, “en cierto sentido sería su Cordelia, la menor y más amada de las tres hijas del rey”. Pero el gran amor de Orson fue la escultora croata Oja Kodar. La conoció en Zagreb mientras rodaba El proceso, y aunque no se acostaron en aquel momento, se quedó muy impresionado. Oja era una gran escultora y también escribía guiones, y a Orson le impresionó con sinceridad uno que ella le pasó. “Le impresionó mucho que ella no le necesitase para existir”, describía la productora Dominique Antoine. “La adora, la adora muy de veras, porque es la primera mujer inteligente que ha habido en su vida”. Orson creó un triángulo amoroso extrañamente armonioso, aunque todo en la existencia de aquel titán parecía más grande que la vida. Paola y Beatrice eran su familia, y su casa estaba con ellas, pero pasaba la mayor parte del tiempo, viajaba y compartía proyectos con Oja, y los implicados lograron que aquellas dos relaciones fuesen estables por igual. Orson Welles murió en 1985 y sus cenizas se guardan en la finca que tenía su amigo el torero Antonio Ordóñez en Ronda, Málaga.
Rita murió en Nueva York en 1987, cuidada con afecto y dedicación por su hija Jasmín, tras varios años sin recordar quién era. Cabe preguntarse si tuvo alguna vez una oportunidad o estaba condenada a la infelicidad y la desgracia desde el momento en el que su padre abusó de ella. Su caso, por la explotación de varios de los hombres y la industria que la rodeaban, antecedió al de Marilyn Monroe, aunque la imagen que ha pervivido de ambas es la de una belleza y sensualidad que a veces empaña la tragedia que las acompañó. Al fin y al cabo, una de sus frases más famosas es la que le dijo a Orson cuando retomaron su relación por el rodaje de La dama de Shanghái, y que así recogía Barbara Leaming: “Ella le dijo de pronto “¿Sabes? La única felicidad que he tenido en la vida te la debo a ti”. Le pareció un comentario espeluznante sobre la experiencia vital femenina: “Si aquello fue felicidad, imagínese lo que habría sido su vida restante”.
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